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Jerónimo Huenchuleo: un partido de fútbol entre Marcarruedas y carabineros

Por Redacción / 25 de septiembre de 2023 | 08:00
Al equipo de los peones de la estancia lo entrenaba Enrique Puppo Landusch. La foto está en el Museo Regional de Aysén.
El carabinero Adán Jaramillo quería contarme algo que llevaba guardado por años. Crónica de Óscar Aleuy.
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El día que Huenchuleo jineteó un potro arisco frente a los gauchos de la estancia, nadie se atrevió a de­cir nada cuando el matungo dejó de corcovear y corrió a través de los límites del corralón después de dos minu­tos de encarnizada batalla, entregándose dócilmente al jinete domador. 

Desde aquel día, el sargento Jerónimo Huenchuleo Montanoff, representante de los trabajado­res verdes de la estancia, se convirtió en un líder imposi­ble de superar en las misiones de amanse de potros salva­jes. Su figura se hizo una imponente presencia dentro del recinto de trabajadores y su nombre quedó prendido de los labios de la mayoría. Inmediatamente después que los marcarruedas pusieron un cartel protervamente escrito con carbón de los incendios en el álamo más ancho de la estancia, ya se comentaba que en la delantera del equipo estaría Huenchuleo, para insuflarle a los jugadores la in­superable sensación de que jugaban junto a un hombre victorioso. 

El cartel anunciaba: 

ATENCION JENTE DE LA ESTANSIA. EL DOMINGO A LAS SINCO AY PARTIDO ENTRE LOS MARCARRUEDAS Y LOS CA­RABINEROS. EL EQUIPO QUE PIERDA INBITA UN ASADO A LOS GANADORES. 

El panorama se presentaba propicio para am­bos bandos, que, sin duda irían a hacer gala de toda su destreza para ganar el partido. Eso, sin considerar la demostración de buen juego que deberían ofrecer a sus patrones, los administradores ingleses de la ciudadela y también a algunas damas que iban a la cancha luciendo sus mejores galas, para admirar a los rudos protagonistas y hacerles ojitos a quienes ellas pudieran. Huenchuleo almorzó feliz. No había en su presencia un solo gesto de tensión o de preocupación. La semana ha­bía sido propicia y muy favorable. Junto a la habilidad demostrada con el matungo en los corralones, también debería ahora sumarse la destreza del fútbol, deporte que no dominaba muy bien, tomando en cuenta que era un hombre corpulento y macizo, un gigantón que no cal­zaba para nada en las exigencias necesarias para correr durante noventa minutos detrás de un balón sobre una superficie blanda y destemplada. 

Los prolegómenos

La cancha mostraba barrizales desde la últi­ma lluvia y el terreno se presentaba abrupto y lleno de tembladeras. Tanto, que al posar un pie sobre la super­ficie, inmediatamente éste se hundía, dejando una hue­lla profunda que aportaba un hueco más, sumándose de esa forma a los otros cientos de agujeros dibujados por las zancadas de los veintidós jugadores. Después del refri­gerio con carnes asadas y vino de barriles que preparaba Cayún en la cocina de peones, los grupos se retiraron a parlamentar, haciendo planes para el partido de la tarde. Puppo estaba frente a los marcarruedas y Fritz era el estratega de los carabineros. Dos hom­bres sabios en las lides del balompié, conocedores de las últimas tácticas para ganar el partido. 

En la estancia ya se comenzaba a respirar por todos lados un senti­miento colectivo de máxima felicidad. El mayor punto de interés se había situado en la cancha, un espacio abierto lleno de preludios luminosos, donde no faltaban los es­pesos calafates y los quilantos, junto a las manchas de bosque que conferían al lugar un exquisito modo de escenificar el acontecimiento. La cancha la comen­zaron a marcar con cal, una hora y media antes del en­cuentro, cuando grupos de gente iban llegando de todas partes como acostumbraba a ocurrir la mayoría de los domingos. Los hijos de los peones llevaron al campo de juego la alegría de los preparativos, entonando cánticos de victoria para uno y otro bando, hasta incorporar una atmósfera festiva y liviana que reflejaba la simplicidad de las gentes trabajadoras. 

El entrenador Puppo Landusch.

Puppo era un hombre preparado. Había llegado de Loncoche a entrenar equipos de fút­bol y básquetbol. Su experien­cia, en estos momentos, valía mucho. Fritz, el alemán, formaba parte del primer contingente del vapor Imperial y no sabía mucho de tácticas para un encuentro deportivo, aunque le sobraba la fuerza y la garra, el tem­ple y el coraje para superar cualquier escollo. Ambos estrategas conocían perfecta­mente al equipo rival. Podían, sin ambages, pasar a ocu­par ellos mismos el primer sitial de la victoria. El árbitro hizo su aparición en la cancha, calzando botas altas que chapaleaban en el barro. Los hurras y los vítores de unos doscientos espectadores sonaron aclamadores para uno y otro bando. Fritz y sus muchachos ya estaban listos. Eran once de los más aguerridos y bien dotados carabineros elegidos con lupa para el partido de la tarde. Nunca habían entrenado, pero se conocían perfectamente por las duras misiones de la tropa y los recorridos a través del territorio en épocas de trabajo. Huenchuleo se veía radiante. Se había peinado sus cabellos cortos y una cinta blanca le cruzaba la parte de la frente, a modo de poderoso atavío de guerra. Un poco más hacia la ladera, donde el pasto estaba más alto con margaritas blancas y dientes de león, reposaba el grupo de marcarruedas con Puppo relaja­do y confiado en la victoria de sus representados. 

Primeros minutos

Justo antes de que el reloj de la casa del doctor Schadebrodt marcara el tiempo del inicio del partido, la pelota, un artefacto de cuero viejo y desgastado, se puso en movimiento. Un sil­bato débil del gaucho Máximo Buendía, dio inicio a la contienda. Me fui a ubicar junto a la Porota Gálvez, una viejecita centenaria llena de sucesos en su cerebro alegre, y que en ningún momento me iba a dejar solo. Nos sentamos juntos, sobre un inmenso tronco grande de ñire recién cortado. Entonces se puso a conversarme de sus cosas, mientras allá afuera los grupos comenzaban a cantar y a hacer sonar las tapitas de botellas para apoyar al equipo de sus amores. 

—Abuela, ¿Está bien usted ahí? 

—Sí, hijito. Mira qué bien se ve todo desde estamos. ¡Mira a la Carmen Fuentes con su marido! ¡Qué lindas se ven sus hijas! 

Hablaba sin premura, con la voz chillona de las abuelas. Pero al mismo tiempo lo observaba todo, sin perderse un detalle. Aunque el fútbol no le interesaba para nada.

—Tú sabes que al fin mi papá comenzará a hacer casas la próxima semana. Me vino a decir que le dieron la orden los administradores. Pero lo noté preocupado cuando me lo dijo. Parece que la idea de trabajar no es buena. Sobre todo ahora, cuando falta tan poco para el invierno. Si tú supieras lo que está haciendo mamá en la pieza de costuras. Ella es modista y llegan muchas muje­res a verla, le hace trajes a toda la gente, borda, zurce que es un gusto, ayer llegaron varias hermanas de La Zaran­da, querían que les tomara las medidas para un traje de noche, un traje largo para ir a bailar a la Argentina. Se escuchó el primer pitazo del árbitro marcando un foul de Rebolledo contra el gigante Huenchuleo. Los veintidós hombres se movían raudamente por el pasto que se iba transformando en un barrial. Todas las miradas estaban puestas en el partido. 

—Y cuando llegué acá yo venía en ancas de una tía, continuaba gritando la anciana. Me gustaba el caballo muchísimo. Cuando grande te­jía peleras, hilaba los miriñaques y nunca estudié nada porque cuando llegué aquí no había escuela, y aprendí algunas cosas no más en el silabario del ojo y un mes más y para afuera, porque había que trabajar y después me casé. Una tremenda montaña me esperaba para el trabajo y mi papá me enseñaba a rozar, a voltear troncos, a armar alambradas, nos entreteníamos en el campo trabajando. Cumplí cinco años y me mandaban a cuidar los potri­llitos ariscos y ahí me subía a la tusita y me agarraba. 

El sargento de carabineros Adán Jaramillo me contó la historia en su casa de calle Sargento Aldea. Es el que está adelante al centro. La foto corresponde al primer contingente llegado a la estancia en 1929. Foto Archivo Museo Regional Aysén.

Un giro inesperado lo cambia todo

Iba agrandándose el espacio de barro. Los futbolistas corrían con dificultad creciente, debido a que los pies casi no po­dían despegarse del amasijo de tierra y agua y la pelo­ta parecía una masa gelatinosa, pesadísima e imposible de dominar. Sin embargo, el árbitro, chapaleando como podía, iba siguiendo las jugadas esquivando agujeros y tratando de buscar las mejores superficies. Cada jugador pensaba en cómo llegar al arco contrario, más ahora que el barro impedía maniobrar el pesado balón. Era mejor un luci­miento personal que provocara el delirio de las tribunas, casi todos gritando eufóricos, alentando a sus equipos sobre las ramas de los ñires o los delgados troncos de los calafates. 

Lo que ocurrió entonces duró un solo instante, un único y fugaz instan­te en que todo cambiaría para siempre. 

Avanzaban en tropel los marcarruedas por el campo anegado de barro, dán­dose pases en dirección al arco, cuando escucharon a lo lejos los gritos desga­rradores de un chico que avanzaba corriendo, con los brazos en alto. Eran gritos de urgencia, como saliendo de otra parte, plagados de espanto y necesidad de auxilio. 

―¡Vienen los baguales! ¡Vienen los baguales! 

Al escuchar la palabra baguales, todos los asistentes, juga­dores, árbitros, entrenadores, vecinos y administradores, pegaron un respingo. Decir baguales siempre equivalía a peligro. Eran los animales más ariscos e irrefrenables, los más peligrosos y los más difíciles de dominar. Sin em­bargo, el árbitro ordenó que siguiera el juego, justo cuando desde el cielo escucharon correrse las nubes, juntarse para negro y descargarse una llu­via brutal que adelantó aún más los presagios de la tarde del domingo. Si Puppo y Fritz lo hubieran sabido, seguro que suspenden todo y le van a decir a su gente que se vayan a cambiar de ropa. Pero para ellos era importante esta victoria, la necesitaban más que nunca, conociendo la destreza demostrada por Huenchu­leo en los entrenamientos. 

—Cuando salí de la estancia ya tenía nueve ani­malitos vacunos y como cuatro o cinco caballos, se puede decir que cuando llegué acá de vuelta me traje un marido y dos caballos ―cotorreaba la vieja, riéndose, sin darse cuenta de lo que sucedía. Trabajé con capita­litos propios y alcancé a tener como doscientas cincuenta ovejas, como veinte vacunos y me vino un año malo y que­dé en la calle por culpa de un vecino que prendió fuego y quemó todo. El resto tuve que venderlo para traer a mi familia y después estuve peonando en Río Norte para juntar otra vez. No me sobraba, pero no me faltaba tampoco... 

—Eh, doña Porota... doña Porota. 

La viejecita se había quedado dormida, apoyada su cabeza anciana contra mi hombro izquierdo. En el ambiente se había formado un halo de tensión pro­vocado sin duda por el grito de alarma del muchacho anunciando que se acercaban los baguales. Muchos, ya casi no miraban el partido y corrían en medio del ba­rro y de la lluvia en dirección a los corrales. Doña Porota Gálvez se despertó de pronto y en sus ojillos brillaron las preguntas. Medio desconcertada, titubeó:

—¿Qué pasa ahora? ¿Por qué hay tanta gente co­rriendo? ¡Y gritando!

—Llegó un niño a avisar que los baguales se dis­pararon y vienen hacia acá, le respondí.

—¡Uuuuuy, Dios mío, Señor! 

El partido se suspende

Lentamente el partido fue perdiendo todo interés. Los goles no llegaron nunca, la gente se había ido. Puppo le gri­tó a Huenchuleo: 

—¡Apuesto que los baguales aparecen por el mon­te! 

—¡Capaz...ph! ––respondió Huenchuleo. 

Fue cuando todos comenzaban huir a las casetas que se sintió el estruendo de la tierra pisoteada por los cascos en tropel. Era la bagualada, in­detenible, que se aproximaba en el paroxismo de un ga­lope amontonado, bordeando las laderas en dirección a los hombres. Huenchuleo fue el primero que se adelantó, sintiendo que la sangre le hervía en las entrañas. Contó catorce animales fieros. Le pasaron un caballo y un lazo. Cabalgó unos segundos, arqueado en los bastos y revolió el lazo sobre la cabeza. La lluvia cayó entonces con más violencia todavía, arrastrando más barro, limpiando en silencio la sangre derramada en medio de la cancha. Muchos hombres quedaron lloran­do sobre el lodazal cremoso que tiraba ya a granate. Otros, se fueron a sus casas con la cabeza gacha y yo tuve que acompañar a la Porota porque le estaba empezando de nuevo el aho­go y me dijo que no se sentía bien y que la sacara de ahí no más. 

Cerca de treinta personas se llevaron a Huenchuleo, herido de muerte, ya agónico, en dirección a las casetas más allá del par de álamos del portón de entrada.

Al día siguiente, un nuevo letrero escrito por la misma mano sobre los portalo­nes de la cocina de peones, anunciaba: 

SE COMUNICA QUE EL BELATORIO DE LOS RESTOS DEL AMIGO HUENCHULEO SERA OY A LAS ONSE Y MEDIA. 

(AY QUE TRAER BELAS).

 

OBRAS DE ÓSCAR ALEUY

Óscar Aleuy, escritor coyhaiquino

La producción del escritor cronista Oscar Aleuy se compone de 19 libros: “Crónicas de los que llegaron Primero” ; “Crónicas de nosotros, los de Antes” ; “Cisnes, memorias de la historia” (Historia de Aysén); “Morir en Patagonia” (Selección de 17 cuentos patagones) ; “Memorial de la Patagonia ”(Historia de Aysén) ; “Amengual”, “El beso del gigante”, “Los manuscritos de Bikfaya”, “Peter, cuando el rock vino a quedarse” (Novelas); Cartas del buen amor (Epistolario); Las huellas que nos alcanzan (Memorial en primera persona). 

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